27 de marzo de 2012

El gabinete de estética y fantasías



Una versión reducida de este relato mío está publicado en Relatos de mujer. X Certamen de Relatos breves de mujer 2007. Serie: Literatura. Ayuntamiento de Valladolid: Servicio de Acción Social, 2008: pp. 149-163.

EL GABINETE DE ESTÉTICA Y FANTASÍAS

 
 En su empeño por despojarse del lastre de experiencias amargas, Soledad buscaba una segunda oportunidad. Quería arrancar de su vida los sinsabores y llenarla de nuevas emociones a las que haría frente con una nueva forma de serenidad, si lograba también alcanzarla. Necesitaba reconducir sus pasos sorteando los errores de juventud desde la conciencia de sus consecuencias. Ya nunca se embarcaría en una relación de renuncia personal, de aceptación sumisa de otras voluntades, de otros caprichos, de otras maneras que las suyas propias. No aceptaría ser amada de otra forma que como ella misma. Y no porque no admitiese que podía cambiar: quería ser Soledad con sus virtudes y sus defectos, y si las imperfecciones eran mejorables, intentaría corregirlas, siempre y cuando no supusiera alguna cesión ahora irrenunciable.
Y no sabía cómo se presentaría esta segunda oportunidad, cuáles serían los pasos a seguir o por dónde empezar. Intentar modificar, o simplemente suavizar, la fuerte personalidad de Alberto era inaceptable como medida. Ya había consumido media vida esperando ese milagro que no se produjo porque él sólo podría evolucionar desde dentro, lo cual era humanamente impensable. Se sabía perfecto, y su excelencia le hacía caer, inevitablemente, en la prepotencia. Si Soledad le demostraba que se equivocaba, él presentaba sus errores como parte y forma de su superioridad, y, entre tanta vanagloria, ella buscaba un resquicio de humildad donde apoyarse, donde encontrar cierta esperanza de mutación en él. La convicción de su marido era tan firme que parecía genética, no aprendida.
No pudiendo cambiar la personalidad de Alberto, quizá esa segunda oportunidad pasaría por reemplazar al propio Alberto, por sacarlo definitivamente de su vida como ya lo había hecho de su corazón. Pero, para ello, Soledad necesitaba un aporte extra de autoestima. Su confianza en sí misma era básicamente fachada, un disfraz que se ponía y quitaba según el momento. Pero las fachadas requieren mantenimiento, unos cuidados constantes para perdurar inalterables en el discurrir del tiempo.
Soledad temía muy profundamente el paso del tiempo actuando en su contra. Escondido tras su espejo, el tiempo parecía hablarle del carpe diem. Que mirase su cara, su pelo, su frente, su vientre, parecía decirle. Y le mostraba cada mañana, al despertarse, una Soledad que era ella misma y, sin embargo,... Sin embargo, era distinta. Lo que veía ya no era esa cara de ojeras juveniles tras una noche de fiesta, cara de resaca, de insomnio, de haber soportado música ensordecedora y humo de un tabaco ajeno que le secaba los ojos, unas facciones que, en definitiva, se recuperaban con unas horas más de sueño, colirio, un baño relajante y descanso. Lo que le revelaba ahora ese espejo puntilloso era un rostro acostumbrado al cansancio de tanta monotonía y resistencia y, sobre todo, un cuerpo de mujer madura.
Por rutina, antes de salir a la calle abría al cajón del abracadabra para transformarse con su colección variopinta de cremas, de sombras y lápices de ojos, de barras de labios, de colorete y perfumes. Con el maquillaje, simulaba el cutis joven que ya no tenía y tapaba el cansancio de una noche mal dormida; el colorete le daba un toque saludable; con la sombra de ojos se pintaba diferentes miradas y las barras de labios contorneaban una sonrisa fresca, radical o resuelta, según fuera rosada, carmesí o brillante. De este modo cada día creaba su imagen con una tonalidad distinta, a juego con el vestuario que elegía.
Se preparaba así cada mañana para enfrentarse al extenuante trabajo en el hospital, que concluía con paseos por la ciudad para ir de compras, a librerías o la biblioteca antes de llegar a casa, al atardecer, y sentarse a leer. Los libros eran un alimento diario; los consumía como si de una estricta dieta se tratase, dieta de imágenes y letras, de aventuras y paisajes, de poesía y romances.
Así transcurría esa vida suya que engordaba de inactividad y se arrugaba ante la simplicidad e invariabilidad de situaciones a que la sometía. Su vida, como su cuerpo, cedía al paso del tiempo. Por supuesto que no esperaba que las horas pasasen de largo por ella, pero las desafiaba. Tenía motivos para ello. Sus primeros recuerdos infantiles le traían voces adultas diciéndole lo preciosa que era Solita. Y esa preciosa niña creció escuchando lo guapa que se había puesto esa jovencita que dejó de ser Solita para ser simplemente Sole. Ya hacía tiempo que había renunciado a cualquier diminutivo de Soledad, pero, ¡qué nombre! ¡Soledad! Nombre de desamparo, de orfandad. ¡Por Dios! Nunca entendió lo que motivó a sus padres a llamarla así. Ninguna razón que esgrimieron la resultó convincente. Y ya era tarde para cambiarlo. Ya había sido estigmatizada.
Fue cumpliendo años y saboreando la sensación que le daba el saber que no pasaba desapercibida. Se sabía hermosa. Y porque era consciente de que su belleza transcendía, en su juventud Soledad se aferró a ella, la potenció, y recorrió gozosa, provocativa, los caminos que se le abrían a través de ella y abandonó sin titubeos los que se cerraban o simplemente morían en un callejón sin salida. Yendo siempre adelante, ascendió peldaños en una escalada incontrolada de amoríos y decepciones hasta que conoció a Alberto.
Y con él se casó con inquietud, con un temor de paso en falso, con una seguridad de que sus días ya no los controlaba ella, que no era dueña de esos pasos que ahora seguían los caminos que marcaba Alberto, que muchas de las puertas que ella había abierto se le cerraban, una tras otra, como a golpes de viento. Comenzó la etapa en la que se quemaron sus ilusiones, que apagó su vida rebosante de expectativas, para dar paso a otra de oscuridades donde el brillo de Soledad (nombre de abandono) palidecía.
Pobre Soledad.
Con un enorme desencanto se veía cumpliendo años que parecían detenidos porque su vida avanzaba con pereza, con una desgana de emociones inexistentes, sin alicientes por los que luchar. Era una vida sin fuego, era un volcán que se extinguía en una permanente insatisfacción sexual y emocional.
Un día Soledad se descubrió contando su edad en función de los años de matrimonio y estos como un lapso de tiempo en absoluto detenido, sino desgastado. Años de derrota. Tiempo de impotencia. Y creía que la vida y las expectativas la avocaban a la inactividad. Nada parecía importante de llevar a cabo, salvo existir. Los años que cumplía los determinaban su carné de identidad y las sucesivas Nocheviejas que morían abriendo paso a Años Nuevos que para ella eran Nuevos en número, no en expectativas. “Soledad, por ti no pasa el tiempo”, le decían sus amigos con una sinceridad que sentía fresca como una caricia y le prestaba una confianza muy necesitada, la seguridad de que aún no era demasiado tarde. ¿Tarde para qué?
El discurrir del tiempo no la afectaba tanto como otras circunstancias. De hecho, no podría decir en absoluto que había comenzado desmejorada su etapa de madurez. Al contrario. Constantemente le decían que cada día estaba más guapa. Ella lo negaba por modestia, a la vez que admitía el cambio físico en su imagen, en su figura, como otra de las fases necesarias en el camino de la vida. Le animaba compararse con sus amigos y comprobar que la vida crece en años para todos, pero a distinto ritmo. El suyo se había ralentizado.
Soledad había reconocido en su adolescencia que tenía algo especial, y ahora, aun sabiendo que ese algo transcendía la belleza física, temía que fuera desapareciendo al ritmo creciente de sus arrugas, de sus canas, de esos kilos ganados y mal repartidos. Por ello, los halagos a los que Soledad estaba habituada produjeron, como contrapartida, un exceso de cuidado y preocupación por su imagen. Se había hecho dependiente de su físico. Tenía una elevada necesidad de autoestima y su belleza continuaba actuando de contrapeso.
Lo increíble era que Soledad mimaba su imagen con un espíritu de rebeldía frente a Alberto. Cuanto menos se cuidaba él, más se esforzaba ella por llamar la atención. Si él engordaba, ella, en un intento despechado por mantener su figura, reducía dolorosamente su ración diaria. Frente al atuendo informal de él, ella respondía buscando ropa exclusiva. Si él descuidaba su peinado, ella pedía a su peluquera que se esmerara. Quería Soledad (nombre de aislamiento) crear distancias entre ambos, abrir brechas, demostrarle que ella era independiente, que existía por méritos propios, no como su sombra ni su aprendiz. Y demostrarle, sobre todo, que era especial. Sin duda, la imagen que ella se creaba era un desafío a las  normas y a las formas que Alberto deseaba imponer.
Y este culto a su imagen pasaba por ponerse, también, en manos de una esthéticienne. De su esthéticienne, porque, poco a poco, Amira se convirtió en algo más que la joven de la cabina de estética. Era una sonrisa impactante recibiéndola en cada cita.
Enfocado el rostro de Soledad bajo una intensa luz, las sesiones de estética eran momentos de ojos cerrados buscando calma si el día había amanecido emocionalmente tormentoso, o de charla relajada, amena o jocosa si se había despertado risueña o exultante. Y Amira respondía a esas variaciones de Soledad adaptándose a sus necesidades hasta convertirse en un nombre propio, una personalidad acogedora. Tumbada en la camilla, con los ojos cerrados, Soledad la percibía como una voz cálida hablando mientras realizaba los trabajos menos agradables o como unos oídos atentos escuchando cuando ella quería hablar. O como toda ella silencio si lo que Soledad quería era quietud. En cada una de sus actitudes, Amira exhibía el nivel óptimo de discreción tan necesario en su oficio. Y si abría los ojos, Soledad veía los suyos inmensos enmarcados en un abanico de pestañas negras, largas, pobladas, mirándola fijamente tras la lupa. Su forma de maquillarse, pensaba Soledad, le daba a Amira un toque exótico adecuado a una persona con un nombre tan lleno de connotaciones. Porque Amira, ella sí, podía lucir, como si se tratase de unos pendientes originales, ese nombre de ensueño y fantasías arábigas. No necesitaba apellido en su tarjeta de presentación. “Amira, Esthéticienne”. Hasta la profesión le era adecuada. ¡Qué diferente a Soledad Hurtado, Otorrinolaringóloga! O, para ser exactos, especialista en Otorrinolaringología y Patología Cervicofacial. Era evidente que ella se había se equivocado de profesión. “Soledad, Editora”, debería ser, o mejor aún, “Soledad, Escritora”. Sin más añadidos. Como su esteticista. Pero, ni cambiando de profesión, mejoraría sustancialmente su tarjeta. La soledad persistía.
Nada parecía adecuado en su vida, marcada ya desde el nacimiento con un nombre equivocado; por el contrario, todo parecía apropiado en Amira, cuyo nombre, cara, pelo, sonrisa, ojos y voz se entrelazaban como pinceladas de un cuadro impresionista. Por no mencionar sus manos. Soledad percibía esas manos suaves, a menudo frías, acariciando, presionando, masajeando su cutis aterciopelado (como ella lo describía), aplicándole los nuevos tratamientos que iban surgiendo en el mercado.
Amira inspiraba profesionalidad por el esmero que ponía en todo lo que hacía, propio de los que aman su trabajo (ella parecía amarlo, Amira, Esthéticienne), y por los mimos con los que la atendía, sabiendo que Soledad, como posiblemente sus otras clientas, buscaban en sus manos algo más que una limpieza de cutis, un tratamiento antiarrugas, un masaje o una depilación. Amira ponía el interés imprescindible y la intuición de quien entiende de necesidades no expresadas, como si en sus manos de esthéticienne residiese la pócima de la belleza, y con ella, la de la felicidad.
La joven esthéticienne se había ganado el cariño de Soledad y era una presencia que le apetecía encontrar de mañana, al comenzar la jornada, cuando acudía puntual a su cita en el Gabinete de Estética Amira. Soledad bromeaba a menudo diciéndole que allí tumbada se sentía paciente de psicóloga recibiendo sesiones más relajadas, económicas, divertidas y con unos efectos más visibles e inmediatos. De alguna manera era cierto: esas sesiones periódicas de tratamientos de belleza a que se sometía (sólo con perseverancia funcionaban las técnicas aplicadas, le aseguraba la joven esthéticienne) se fueron convirtiendo en espacios de confidencias. A Amira le gustaba el modo en que Soledad lanzaba al vuelo sus típicas frases cínicas, juguetonas, desbaratando los convencionalismos y cómo se mondaba de risa.
–Los masajes faciales resultan más eficaces si relajas la cara –le decía Amira discretamente para que se callara.
–Me pide el cuerpo cotorrear, pero lo voy a intentar –se explicaba Soledad. O bien–: Hoy tengo el día graciosillo. Lo siento.
–No te disculpes. Me encanta oírte hablar. Es sólo mientras te doy el masaje.
Otras veces sus ironías y chascarrillos se producían en momentos menos agradables, como la fase de eliminación de puntos negros, labio superior o la línea alba. En estos casos la cháchara le mitigaba el dolor de la extracción.
–La verdad, Amira, debo de estar muy muy tonta para venir a que me maltrates de esta forma.
–Al menos eres consciente de que vienes voluntariamente.
–Lo soy. ¿Y quién me manda, digo yo?
–La respuesta a esa pregunta la piensas cuando te aplique la mascarilla y te dé el masaje final. Ya verás como cambias de idea.
–Sé por qué vengo. Vengo por la magia de tus manos de esthéticienne, Amira.
Amira adoraba estas salidas inesperadas de su clienta favorita hasta el punto de ir progresivamente entrando en su juego. Hasta que dejó de ser un juego verbal y lo que se contaban eran sus propias realidades indeseadas que contrastaban frecuentemente con las hermosas historias que Amira se inventaba sobre la marcha para entretenerse. O eso creía Soledad. Y que Amira resultó ser, como ella misma, una ávida lectora de novelas y poesía, y para Soledad fue como una inyección de empatía, acostumbrada al desinterés generalizado en su entorno de trabajo, donde las estanterías se llenaban de manuales y libros especializados de enfermedades y remedios. En el caso de Amira, esa afición explicaba totalmente su sensibilidad. Más inesperada fue aún la revelación de que ella misma escribía relatos, lo cual avivó en Soledad un genuino interés. Siendo Amira extraordinariamente risueña, la suponía dueña de unos relatos cálidos y divertidos.
No se equivocó: eran eso y mucho más. Un día, Amira extrajo de una carpeta granate algunos de sus relatos y se los entregó en recompensa por su contagiosa risa mañanera con la que empezar la larga jornada, por sus palabras amables de cada día, por su amistad. Soledad los aceptó con la misma sensación con que recibiría el abrazo de un amigo. Unas resultaron ser historias en las que exploraba diversas sensaciones: dolor, crueldad, impotencia, alegría, ansias de superación; otros eran relatos nostálgicos que describían momentos intimistas llenos de presencia y de ausencia en proporción inadecuada, cuentos ardientes que contradecían  su manera pausada de vivir cada día.
Soledad los releyó degustándolos frase a frase como quien saborea un manjar irrepetible, exclusivo.
Manjar de amores escondidos, de deseos que se palpan, de caricias que se sienten y besos que descolocan. Manjar de viajes exóticos o viajes que se programan y fracasan. Manjar de aventuras que surgen inesperadas o planeadas, de acontecimientos que se precipitan alocados, abocados a contener un amor imposible, madurado con lentitud en la distancia y del que sólo queda esperar la nada. Relatos de distancias que desaparecen y amantes que se reencuentran de improviso antes volver a separarse definitivamente. En suma, Amira le proporcionó el deleite de historias que se intuyen necesarias, reproduciendo acciones, sensaciones y escenas de cama.
A Soledad le impactó la fuerza narrativa de esos relatos que la atrapaban y la autenticidad en la expresión. Más que ficción parecían biografías. Sospechaba que tras la máscara de los nombres propios se ocultaban las vidas, los proyectos y las ilusiones de sus clientas vertidos desde la misma camilla en ese mismo gabinete.
–¿Nunca has intentado publicarlas, Amira?
–¿Para qué? ¿Crees que a la gente le interesarían las fantasías de una esthéticienne? –Amira pronunciaba esta palabra, así como otras relativas a su profesión (utensilios, marcas de cremas), con un diluido, pero claramente perceptible, acento francés.
–¡Las fantasías de Amira, esthéticienne! Yo creo que a muchas personas. A muchas mujeres. Al menos, a las que frecuentamos este gabinete tuyo de estética y fantasías. ¿Qué opinan tus otras clientas?
–Nadie ha leído estos cuentos, salvo tú.
–¿Ni siquiera tu novio?
–Él no lee. Y menos “chorradas”.
–¿Por qué dices eso?
–Me ha salido sin pensar. No sé por qué lo he dicho.
Soledad, sí. Conocía muy bien ese tono que Alberto o algunos de sus colegas empleaban para cerrar temas que acababa de abrir sin pretenderlo.
–O sea, que tu novio sí que los ha leído.
–Algunos.
 –Y no le ha gustado el recorrido imaginario que haces por caminos ribereños, descansado en playas casi desérticas o paseando por ciudades de la mano de un amante que no es él.
–Él no está para esas cursiladas.
–¿Para la cursilada de leer o de pasear de la mano con una amante?
–Veo que me entiendes.
–¡¿Cómo no voy a entenderte?!
Soledad vivía sin amor, sin amante, sin aventuras, sin desenlace. Su vida no era de cuento, pero lo vivía a través de ellos.
Si su tarjeta de presentación llevara escrito “Soledad Hurtado, Escritora”, escribiría como Amira. Cada vez que lo había intentado, desesperadamente, desesperanzadamente, sólo le salían historias de hospital, de batas blancas atravesando pasillos, médicos oyendo historias de pacientes que no querían morir o desoyendo las de los que, a veces, sí querían morir. Y allí, encarcelada en su gabinete, un cubículo de unos ocho metros cuadrados, estaba Amira, Esthèticienne, con veinticuatro años cargados de inexperiencia amorosa, escuchando las historias repetitivas de mujeres que se niegan a envejecer, que esperan más de la vida o que quieren mejorar su aspecto porque van a tener una cita, un viaje o un acontecimiento especial. Y cuando las mujeres reales y sus historias personales pasaban por las manos de Amira, manos de poeta esthéticienne, se transmutaban, idealizándose.
Amira lo tenía fácil. Por su gabinete pasaban mujeres con ansias de vivir de otra manera, con ansias de contar en la vida de los demás, de rejuvenecer vitalmente, mujeres deseando volver. ¿Qué historias fantásticas podría arrancar una otorrinolaringóloga a sus pacientes con patologías tiroideas, de las amígdalas, vegetaciones, otitis, sordera, vértigo, ronquidos y apneas obstructivas? Sus pacientes no hablaban, no oían. O a los enfermos de sus colegas del hospital, inmóviles, anestesiados, adormecidos, moribundos, deseando partir para no regresar. ¿Tenía ella, acaso, tiempo de pararse a escuchar historias durante horas como hacía su esthéticienne?
Sus mañanas en el hospital comenzaban con un horario que la estancaba en un quirófano, seguido de un paso apresurado por las habitaciones, sin tiempo para la charla, menos aún para la charla animada, hasta finalizar en su despacho. Incluso el café junto a sus colegas formaba parte se ese horario inamovible, de esa rutina que apenas se rompía porque allí, en la cafetería, se hablaba del trabajo, de los pacientes, de pequeños proyectos del fin de semana; y de esas conversaciones olor a café podían sólo emerger, como mucho, anécdotas, nunca vidas. ¿Podía ella, acaso, trabar amistad con los pacientes ocasionales que se ponían en sus manos de cirujana? ¿Había belleza, poesía, en esas manos de cirujana?
No era eso. Amira gozaba de una aguda sensibilidad para capturar grandes historias en vidas pequeñas y Soledad sentía celos de la imaginación de una jovencita cuya vida no enviaba. Ninguno de los cuentos que le había leído narraba hechos vividos por ninguna de las dos. Si Amira escribiera un cuento con una protagonista llamada Soledad, sería la historia de una Soledad como la de tantas otras Soledades, tantas mujeres salidas de abandonos, mujeres olvidadas. Pero sus manos de aprendiz de poeta –como se autodefinía­– amasarían ese nombre tan rico en connotaciones nostálgicas y conferirían una nueva dimensión a una vida desperdiciada. “Soledad camina de la mano” titularía Amira posiblemente ese relato, o “Soledad y el abrazo”, abriendo siempre caminos a la esperanza. ¿De verdad que no había una historia de Soledad escondida en esa carpeta del color de la granada?
¡Que contradictorio! Si supiera hacerlo, Soledad escribía un cuento de evasión  que devanase la historia de una mujer con nombre oriental y manos mágicas que, a base de tacto, transformaban las realidades en ilusiones y las ilusiones en realidades. La historia que narraría Soledad, si pudiera escribirla, si supiera escribirla, se titularía “El gabinete de las ilusiones”. Podrían ser ilusiones perdidas o ilusiones halladas, posiblemente fueran ambas. O podría llamarse “El tacto de Amira” –o Salima o Laila, por cambiar– y sólo ese título, pensaba, sólo ese nombre, conjuraría la soledad evocando seducciones.
Soledad Hurtado, de mediana edad, doctora, especialista en tratamiento de gargantas rotas, enmudecidas, y de oídos dañados, ensordecidos, envidiaba la imaginación de su joven esteticista. Sentía que esa carpeta granate donde se guardaban los relatos era el cofre de un tesoro y se imaginaba abriéndolo de par en par y esparciendo por su mesa, como monedas de oro recién encontradas, las fantasías que leería con la misma avidez con la que correría a vivirlas.
Sí. Si pudiera, Soledad viviría cualquiera de las historias atesoradas inútilmente en la carpeta que Amira cerraba con un simple cordón de goma a modo de candado. Los relatos allí escondidos encerraban las ilusiones perdidas y ansiadas de Soledad (nombre con mucha nostalgia), ávida de sacarlas todas, lanzarlas al viento, gritarlas, desenmascararlas...
Cambiaría su nombre y con ello su vida. Se llamaría Gloria, o Leticia, o Paz, o Luz o Clara, se llamaría cualquier nombre con otras evocaciones, y elegiría otra tierra, otro trabajo, otra residencia, otra vida. Si pudiera, Soledad elegiría otra vida.
Mientras tanto,...
Mientras persigue esa otra vida que anda buscando, queda Soledad en espera en esta carpeta roja de sus sueños, en este Gabinete de Estética y Fantasías.


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