Una versión reducida de este relato mío está publicado en Relatos de mujer. X Certamen de Relatos breves de mujer 2007. Serie: Literatura. Ayuntamiento de Valladolid: Servicio de Acción Social, 2008: pp. 149-163.
EL GABINETE DE ESTÉTICA Y FANTASÍAS
En su empeño por despojarse del lastre de experiencias amargas, Soledad buscaba una segunda oportunidad. Quería arrancar de su vida los sinsabores y llenarla de nuevas emociones a las que haría frente con una nueva forma de serenidad, si lograba también alcanzarla. Necesitaba reconducir sus pasos sorteando los errores de juventud desde la conciencia de sus consecuencias. Ya nunca se embarcaría en una relación de renuncia personal, de aceptación sumisa de otras voluntades, de otros caprichos, de otras maneras que las suyas propias. No aceptaría ser amada de otra forma que como ella misma. Y no porque no admitiese que podía cambiar: quería ser Soledad con sus virtudes y sus defectos, y si las imperfecciones eran mejorables, intentaría corregirlas, siempre y cuando no supusiera alguna cesión ahora irrenunciable.
Y
no sabía cómo se presentaría esta segunda oportunidad, cuáles serían los pasos
a seguir o por dónde empezar. Intentar modificar, o simplemente suavizar, la
fuerte personalidad de Alberto era inaceptable como medida. Ya había consumido
media vida esperando ese milagro que no se produjo porque él sólo podría
evolucionar desde dentro, lo cual era humanamente impensable. Se sabía perfecto,
y su excelencia le hacía caer, inevitablemente, en la prepotencia. Si Soledad
le demostraba que se equivocaba, él presentaba sus errores como parte y forma
de su superioridad, y, entre tanta vanagloria, ella buscaba un resquicio de
humildad donde apoyarse, donde encontrar cierta esperanza de mutación en él. La
convicción de su marido era tan firme que parecía genética, no aprendida.
No
pudiendo cambiar la personalidad de Alberto, quizá esa segunda oportunidad pasaría
por reemplazar al propio Alberto, por sacarlo definitivamente de su vida como
ya lo había hecho de su corazón. Pero, para ello, Soledad necesitaba un aporte
extra de autoestima. Su confianza en sí misma era básicamente fachada, un
disfraz que se ponía y quitaba según el momento. Pero las fachadas requieren
mantenimiento, unos cuidados constantes para perdurar inalterables en el
discurrir del tiempo.
Soledad
temía muy profundamente el paso del tiempo actuando en su contra. Escondido
tras su espejo, el tiempo parecía hablarle del carpe diem. Que mirase su
cara, su pelo, su frente, su vientre, parecía decirle. Y le mostraba cada
mañana, al despertarse, una Soledad que era ella misma y, sin embargo,... Sin
embargo, era distinta. Lo que veía ya no era esa cara de ojeras juveniles tras
una noche de fiesta, cara de resaca, de insomnio, de haber soportado música
ensordecedora y humo de un tabaco ajeno que le secaba los ojos, unas facciones
que, en definitiva, se recuperaban con unas horas más de sueño, colirio, un
baño relajante y descanso. Lo que le revelaba ahora ese espejo puntilloso era un
rostro acostumbrado al cansancio de tanta monotonía y resistencia y, sobre
todo, un cuerpo de mujer madura.
Por
rutina, antes de salir a la calle abría al cajón del abracadabra para
transformarse con su colección variopinta de cremas, de sombras y lápices de
ojos, de barras de labios, de colorete y perfumes. Con el maquillaje, simulaba
el cutis joven que ya no tenía y tapaba el cansancio de una noche mal dormida;
el colorete le daba un toque saludable; con la sombra de ojos se pintaba diferentes
miradas y las barras de labios contorneaban una sonrisa fresca, radical o
resuelta, según fuera rosada, carmesí o brillante. De este modo cada día creaba
su imagen con una tonalidad distinta, a juego con el vestuario que elegía.
Se
preparaba así cada mañana para enfrentarse al extenuante trabajo en el
hospital, que concluía con paseos por la ciudad para ir de compras, a librerías
o la biblioteca antes de llegar a casa, al atardecer, y sentarse a leer. Los
libros eran un alimento diario; los consumía como si de una estricta dieta se
tratase, dieta de imágenes y letras, de aventuras y paisajes, de poesía y
romances.
Así
transcurría esa vida suya que engordaba de inactividad y se arrugaba ante la
simplicidad e invariabilidad de situaciones a que la sometía. Su vida, como su
cuerpo, cedía al paso del tiempo. Por supuesto que no esperaba que las horas
pasasen de largo por ella, pero las desafiaba. Tenía motivos para ello. Sus
primeros recuerdos infantiles le traían voces adultas diciéndole lo preciosa
que era Solita. Y esa preciosa niña creció escuchando lo guapa que se había
puesto esa jovencita que dejó de ser Solita para ser simplemente Sole. Ya hacía
tiempo que había renunciado a cualquier diminutivo de Soledad, pero, ¡qué nombre!
¡Soledad! Nombre de desamparo, de orfandad. ¡Por Dios! Nunca entendió lo que motivó
a sus padres a llamarla así. Ninguna razón que esgrimieron la resultó convincente.
Y ya era tarde para cambiarlo. Ya había sido estigmatizada.
Fue
cumpliendo años y saboreando la sensación que le daba el saber que no pasaba
desapercibida. Se sabía hermosa. Y porque era consciente de que su belleza
transcendía, en su juventud Soledad se aferró a ella, la potenció, y recorrió
gozosa, provocativa, los caminos que se le abrían a través de ella y abandonó
sin titubeos los que se cerraban o simplemente morían en un callejón sin salida.
Yendo siempre adelante, ascendió peldaños en una escalada incontrolada de
amoríos y decepciones hasta que conoció a Alberto.
Y
con él se casó con inquietud, con un temor de paso en falso, con una seguridad
de que sus días ya no los controlaba ella, que no era dueña de esos pasos que
ahora seguían los caminos que marcaba Alberto, que muchas de las puertas que
ella había abierto se le cerraban, una tras otra, como a golpes de viento. Comenzó
la etapa en la que se quemaron sus ilusiones, que apagó su vida rebosante de expectativas,
para dar paso a otra de oscuridades donde el brillo de Soledad (nombre de
abandono) palidecía.
Pobre
Soledad.
Con
un enorme desencanto se veía cumpliendo años que parecían detenidos porque su
vida avanzaba con pereza, con una desgana de emociones inexistentes, sin
alicientes por los que luchar. Era una vida sin fuego, era un volcán que se
extinguía en una permanente insatisfacción sexual y emocional.
Un
día Soledad se descubrió contando su edad en función de los años de matrimonio
y estos como un lapso de tiempo en absoluto detenido, sino desgastado. Años de
derrota. Tiempo de impotencia. Y creía que la vida y las expectativas la
avocaban a la inactividad. Nada parecía importante de llevar a cabo, salvo existir.
Los años que cumplía los determinaban su carné de identidad y las sucesivas
Nocheviejas que morían abriendo paso a Años Nuevos que para ella eran Nuevos en
número, no en expectativas. “Soledad, por ti no pasa el tiempo”, le decían sus
amigos con una sinceridad que sentía fresca como una caricia y le prestaba una
confianza muy necesitada, la seguridad de que aún no era demasiado tarde.
¿Tarde para qué?
El
discurrir del tiempo no la afectaba tanto como otras circunstancias. De hecho,
no podría decir en absoluto que había comenzado desmejorada su etapa de
madurez. Al contrario. Constantemente le decían que cada día estaba más guapa. Ella
lo negaba por modestia, a la vez que admitía el cambio físico en su imagen, en
su figura, como otra de las fases necesarias en el camino de la vida. Le animaba
compararse con sus amigos y comprobar que la vida crece en años para todos, pero
a distinto ritmo. El suyo se había ralentizado.
Soledad
había reconocido en su adolescencia que tenía algo especial, y ahora, aun
sabiendo que ese algo transcendía la belleza física, temía que fuera
desapareciendo al ritmo creciente de sus arrugas, de sus canas, de esos kilos
ganados y mal repartidos. Por ello, los halagos a los que Soledad estaba
habituada produjeron, como contrapartida, un exceso de cuidado y preocupación
por su imagen. Se había hecho dependiente de su físico. Tenía una elevada
necesidad de autoestima y su belleza continuaba actuando de contrapeso.
Lo
increíble era que Soledad mimaba su imagen con un espíritu de rebeldía frente a
Alberto. Cuanto menos se cuidaba él, más se esforzaba ella por llamar la
atención. Si él engordaba, ella, en un intento despechado por mantener su
figura, reducía dolorosamente su ración diaria. Frente al atuendo informal de
él, ella respondía buscando ropa exclusiva. Si él descuidaba su peinado, ella
pedía a su peluquera que se esmerara. Quería Soledad (nombre de aislamiento)
crear distancias entre ambos, abrir brechas, demostrarle que ella era
independiente, que existía por méritos propios, no como su sombra ni su
aprendiz. Y demostrarle, sobre todo, que era especial. Sin duda, la imagen que
ella se creaba era un desafío a las
normas y a las formas que Alberto deseaba imponer.
Y
este culto a su imagen pasaba por ponerse, también, en manos de una esthéticienne. De su esthéticienne, porque, poco a poco, Amira se convirtió en algo más
que la joven de la cabina de estética. Era una sonrisa impactante recibiéndola
en cada cita.
Enfocado
el rostro de Soledad bajo una intensa luz, las sesiones de estética eran
momentos de ojos cerrados buscando calma si el día había amanecido emocionalmente
tormentoso, o de charla relajada, amena o jocosa si se había despertado risueña
o exultante. Y Amira respondía a esas variaciones de Soledad adaptándose a sus
necesidades hasta convertirse en un nombre propio, una personalidad acogedora.
Tumbada en la camilla, con los ojos cerrados, Soledad la percibía como una voz
cálida hablando mientras realizaba los trabajos menos agradables o como unos
oídos atentos escuchando cuando ella quería hablar. O como toda ella silencio
si lo que Soledad quería era quietud. En cada una de sus actitudes, Amira exhibía
el nivel óptimo de discreción tan necesario en su oficio. Y si abría los ojos,
Soledad veía los suyos inmensos enmarcados en un abanico de pestañas negras,
largas, pobladas, mirándola fijamente tras la lupa. Su forma de maquillarse,
pensaba Soledad, le daba a Amira un toque exótico adecuado a una persona con un
nombre tan lleno de connotaciones. Porque Amira, ella sí, podía lucir, como si
se tratase de unos pendientes originales, ese nombre de ensueño y fantasías
arábigas. No necesitaba apellido en su tarjeta de presentación. “Amira, Esthéticienne”. Hasta la profesión le
era adecuada. ¡Qué diferente a Soledad Hurtado, Otorrinolaringóloga! O, para
ser exactos, especialista en Otorrinolaringología y Patología Cervicofacial. Era
evidente que ella se había se equivocado de profesión. “Soledad, Editora”, debería
ser, o mejor aún, “Soledad, Escritora”. Sin más añadidos. Como su esteticista. Pero,
ni cambiando de profesión, mejoraría sustancialmente su tarjeta. La soledad
persistía.
Nada
parecía adecuado en su vida, marcada ya desde el nacimiento con un nombre
equivocado; por el contrario, todo parecía apropiado en Amira, cuyo nombre,
cara, pelo, sonrisa, ojos y voz se entrelazaban como pinceladas de un cuadro
impresionista. Por no mencionar sus manos. Soledad percibía esas manos suaves,
a menudo frías, acariciando, presionando, masajeando su cutis aterciopelado
(como ella lo describía), aplicándole los nuevos tratamientos que iban
surgiendo en el mercado.
Amira
inspiraba profesionalidad por el esmero que ponía en todo lo que hacía, propio
de los que aman su trabajo (ella parecía amarlo, Amira, Esthéticienne), y por los mimos con los que la atendía, sabiendo
que Soledad, como posiblemente sus otras clientas, buscaban en sus manos algo
más que una limpieza de cutis, un tratamiento antiarrugas, un masaje o una
depilación. Amira ponía el interés imprescindible y la intuición de quien
entiende de necesidades no expresadas, como si en sus manos de esthéticienne residiese la pócima de la
belleza, y con ella, la de la felicidad.
La
joven esthéticienne se había ganado
el cariño de Soledad y era una presencia que le apetecía encontrar de mañana, al
comenzar la jornada, cuando acudía puntual a su cita en el Gabinete de Estética Amira. Soledad bromeaba a menudo diciéndole
que allí tumbada se sentía paciente de psicóloga recibiendo sesiones más
relajadas, económicas, divertidas y con unos efectos más visibles e inmediatos.
De alguna manera era cierto: esas sesiones periódicas de tratamientos de
belleza a que se sometía (sólo con perseverancia funcionaban las técnicas
aplicadas, le aseguraba la joven esthéticienne)
se fueron convirtiendo en espacios de confidencias. A Amira le gustaba el modo
en que Soledad lanzaba al vuelo sus típicas frases cínicas, juguetonas,
desbaratando los convencionalismos y cómo se mondaba de risa.
–Los
masajes faciales resultan más eficaces si relajas la cara –le decía Amira discretamente
para que se callara.
–Me
pide el cuerpo cotorrear, pero lo voy a intentar –se explicaba Soledad. O
bien–: Hoy tengo el día graciosillo. Lo siento.
–No
te disculpes. Me encanta oírte hablar. Es sólo mientras te doy el masaje.
Otras
veces sus ironías y chascarrillos se producían en momentos menos agradables, como
la fase de eliminación de puntos negros, labio superior o la línea alba. En estos
casos la cháchara le mitigaba el dolor de la extracción.
–La
verdad, Amira, debo de estar muy muy
tonta para venir a que me maltrates de esta forma.
–Al
menos eres consciente de que vienes voluntariamente.
–Lo
soy. ¿Y quién me manda, digo yo?
–La
respuesta a esa pregunta la piensas cuando te aplique la mascarilla y te dé el
masaje final. Ya verás como cambias de idea.
–Sé
por qué vengo. Vengo por la magia de tus manos de esthéticienne, Amira.
Amira
adoraba estas salidas inesperadas de su clienta favorita hasta el punto de ir progresivamente
entrando en su juego. Hasta que dejó de ser un juego verbal y lo que se
contaban eran sus propias realidades indeseadas que contrastaban frecuentemente
con las hermosas historias que Amira se inventaba sobre la marcha para
entretenerse. O eso creía Soledad. Y que Amira resultó ser, como ella misma,
una ávida lectora de novelas y poesía, y para Soledad fue como una inyección de
empatía, acostumbrada al desinterés generalizado en su entorno de trabajo,
donde las estanterías se llenaban de manuales y libros especializados de
enfermedades y remedios. En el caso de Amira, esa afición explicaba totalmente
su sensibilidad. Más inesperada fue aún la revelación de que ella misma escribía
relatos, lo cual avivó en Soledad un genuino interés. Siendo Amira
extraordinariamente risueña, la suponía dueña de unos relatos cálidos y divertidos.
No
se equivocó: eran eso y mucho más. Un día, Amira extrajo de una carpeta granate
algunos de sus relatos y se los entregó en recompensa por su contagiosa risa mañanera
con la que empezar la larga jornada, por sus palabras amables de cada día, por
su amistad. Soledad los aceptó con la misma sensación con que recibiría el
abrazo de un amigo. Unas resultaron ser historias en las que exploraba diversas
sensaciones: dolor, crueldad, impotencia, alegría, ansias de superación; otros
eran relatos nostálgicos que describían momentos intimistas llenos de presencia
y de ausencia en proporción inadecuada, cuentos ardientes que contradecían su manera pausada de vivir cada día.
Soledad
los releyó degustándolos frase a frase como quien saborea un manjar
irrepetible, exclusivo.
Manjar
de amores escondidos, de deseos que se palpan, de caricias que se sienten y
besos que descolocan. Manjar de viajes exóticos o viajes que se programan y
fracasan. Manjar de aventuras que surgen inesperadas o planeadas, de
acontecimientos que se precipitan alocados, abocados a contener un amor
imposible, madurado con lentitud en la distancia y del que sólo queda esperar
la nada. Relatos de distancias que desaparecen y amantes que se reencuentran de
improviso antes volver a separarse definitivamente. En suma, Amira le proporcionó
el deleite de historias que se intuyen necesarias, reproduciendo acciones, sensaciones
y escenas de cama.
A
Soledad le impactó la fuerza narrativa de esos relatos que la atrapaban y la
autenticidad en la expresión. Más que ficción parecían biografías. Sospechaba
que tras la máscara de los nombres propios se ocultaban las vidas, los proyectos
y las ilusiones de sus clientas vertidos desde la misma camilla en ese mismo
gabinete.
–¿Nunca
has intentado publicarlas, Amira?
–¿Para
qué? ¿Crees que a la gente le interesarían las fantasías de una esthéticienne? –Amira pronunciaba esta
palabra, así como otras relativas a su profesión (utensilios, marcas de
cremas), con un diluido, pero claramente perceptible, acento francés.
–¡Las
fantasías de Amira, esthéticienne! Yo
creo que a muchas personas. A muchas mujeres. Al menos, a las que frecuentamos
este gabinete tuyo de estética y fantasías. ¿Qué opinan tus otras clientas?
–Nadie
ha leído estos cuentos, salvo tú.
–¿Ni
siquiera tu novio?
–Él
no lee. Y menos “chorradas”.
–¿Por
qué dices eso?
–Me
ha salido sin pensar. No sé por qué lo he dicho.
Soledad,
sí. Conocía muy bien ese tono que Alberto o algunos de sus colegas empleaban para
cerrar temas que acababa de abrir sin pretenderlo.
–O
sea, que tu novio sí que los ha leído.
–Algunos.
–Y no le ha gustado el recorrido imaginario que
haces por caminos ribereños, descansado en playas casi desérticas o paseando por
ciudades de la mano de un amante que no es él.
–Él
no está para esas cursiladas.
–¿Para
la cursilada de leer o de pasear de la mano con una amante?
–Veo
que me entiendes.
–¡¿Cómo
no voy a entenderte?!
Soledad
vivía sin amor, sin amante, sin aventuras, sin desenlace. Su vida no era de
cuento, pero lo vivía a través de ellos.
Si
su tarjeta de presentación llevara escrito “Soledad Hurtado, Escritora”,
escribiría como Amira. Cada vez que lo había intentado, desesperadamente,
desesperanzadamente, sólo le salían historias de hospital, de batas blancas
atravesando pasillos, médicos oyendo historias de pacientes que no querían
morir o desoyendo las de los que, a veces, sí querían morir. Y allí,
encarcelada en su gabinete, un cubículo de unos ocho metros cuadrados, estaba
Amira, Esthèticienne, con veinticuatro
años cargados de inexperiencia amorosa, escuchando las historias repetitivas de
mujeres que se niegan a envejecer, que esperan más de la vida o que quieren
mejorar su aspecto porque van a tener una cita, un viaje o un acontecimiento
especial. Y cuando las mujeres reales y sus historias personales pasaban por
las manos de Amira, manos de poeta esthéticienne,
se transmutaban, idealizándose.
Amira
lo tenía fácil. Por su gabinete pasaban mujeres con ansias de vivir de otra
manera, con ansias de contar en la vida de los demás, de rejuvenecer vitalmente,
mujeres deseando volver. ¿Qué historias fantásticas podría arrancar una
otorrinolaringóloga a sus pacientes con patologías tiroideas, de las amígdalas, vegetaciones, otitis,
sordera, vértigo, ronquidos y apneas obstructivas? Sus pacientes no hablaban,
no oían. O a los enfermos de sus colegas del hospital, inmóviles, anestesiados,
adormecidos, moribundos, deseando partir para no regresar. ¿Tenía ella, acaso, tiempo de pararse a escuchar
historias durante horas como hacía su esthéticienne?
Sus
mañanas en el hospital comenzaban con un horario que la estancaba en un
quirófano, seguido de un paso apresurado por las habitaciones, sin tiempo para
la charla, menos aún para la charla animada, hasta finalizar en su despacho.
Incluso el café junto a sus colegas formaba parte se ese horario inamovible, de
esa rutina que apenas se rompía porque allí, en la cafetería, se hablaba del
trabajo, de los pacientes, de pequeños proyectos del fin de semana; y de esas
conversaciones olor a café podían sólo emerger, como mucho, anécdotas, nunca
vidas. ¿Podía ella, acaso, trabar amistad con los pacientes ocasionales que se
ponían en sus manos de cirujana? ¿Había belleza, poesía, en esas manos de
cirujana?
No
era eso. Amira gozaba de una aguda sensibilidad para capturar grandes historias
en vidas pequeñas y Soledad sentía celos de la imaginación de una jovencita cuya
vida no enviaba. Ninguno de los cuentos que le había leído narraba hechos
vividos por ninguna de las dos. Si Amira escribiera un cuento con una
protagonista llamada Soledad, sería la historia de una Soledad como la de
tantas otras Soledades, tantas mujeres salidas de abandonos, mujeres olvidadas.
Pero sus manos de aprendiz de poeta –como se autodefinía– amasarían ese nombre
tan rico en connotaciones nostálgicas y conferirían una nueva dimensión a una
vida desperdiciada. “Soledad camina de la mano” titularía Amira posiblemente ese
relato, o “Soledad y el abrazo”, abriendo siempre caminos a la esperanza. ¿De
verdad que no había una historia de Soledad escondida en esa carpeta del color
de la granada?
¡Que
contradictorio! Si supiera hacerlo, Soledad escribía un cuento de evasión que devanase la historia de una mujer con
nombre oriental y manos mágicas que, a base de tacto, transformaban las
realidades en ilusiones y las ilusiones en realidades. La historia que narraría
Soledad, si pudiera escribirla, si supiera escribirla, se titularía “El
gabinete de las ilusiones”. Podrían ser ilusiones perdidas o ilusiones halladas,
posiblemente fueran ambas. O podría llamarse “El tacto de Amira” –o Salima o
Laila, por cambiar– y sólo ese título, pensaba, sólo ese nombre, conjuraría la
soledad evocando seducciones.
Soledad
Hurtado, de mediana edad, doctora, especialista en tratamiento de gargantas
rotas, enmudecidas, y de oídos dañados, ensordecidos, envidiaba la imaginación
de su joven esteticista. Sentía que esa carpeta granate donde se guardaban los relatos
era el cofre de un tesoro y se imaginaba abriéndolo de par en par y esparciendo
por su mesa, como monedas de oro recién encontradas, las fantasías que leería
con la misma avidez con la que correría a vivirlas.
Sí. Si pudiera, Soledad viviría cualquiera de las historias atesoradas
inútilmente en la carpeta que Amira cerraba con un simple cordón de goma a modo
de candado. Los relatos allí escondidos encerraban las ilusiones perdidas y
ansiadas de Soledad (nombre con mucha nostalgia), ávida de sacarlas todas,
lanzarlas al viento, gritarlas, desenmascararlas...
Cambiaría su nombre y con ello su vida. Se llamaría Gloria, o Leticia,
o Paz, o Luz o Clara, se llamaría cualquier nombre con otras evocaciones, y
elegiría otra tierra, otro trabajo, otra residencia, otra vida. Si pudiera,
Soledad elegiría otra vida.
Mientras tanto,...
Mientras persigue esa otra vida que anda buscando, queda Soledad en espera en esta carpeta roja de sus sueños, en este Gabinete de Estética
y Fantasías.
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