LA MEDIDA DE LA TRAGEDIA
Relato mío publicado en 2008 en la colección Influencia de los medios de Comunicación, III Certamen literario de Relatos breves. Secretaría de Igualdad. Partido Socialista de Valladolid: pp. 61-66.
¿A
quién podría interesar la
Operación Bucarest
habiendo partido de fútbol esa tarde?, parecían decir los medios de
comunicación por omisión las horas previas al encuentro. Y resultó ser cierto.
Millones de telespectadores vieron en directo el reñido partido entre el Real
Madrid y el Manchester United y el desplome de una sección de las gradas del
abarrotado estadio al final del mismo cuando una parte de la afición de ambos
equipos se agolpó, con nada amistosas intenciones, en uno de sus lados. Y podría
pensarse que este accidente fue providencial para el grupo político de
oposición al gobierno, algunos de cuyos altos cargos afincados en la Costa del Sol estaban siendo
investigados por su relación con la mafia rumana en nuestro país. La Operación Bucarest, como se conocía, se esfumó de golpe, cuando la opinión pública comenzó
a ser bombardeada con noticias que intentaban a la vez mostrar en directo y
sopesar la magnitud de la tragedia del estadio.
Fue
la crónica de un desastre anunciado. La avalancha de miles de aficionados
británicos que habían pasado el día en los alrededores del estadio consumiendo
cerveza y observados muy de cerca por centenares de hinchas del equipo local había
sido la imagen del día, unido al anuncio de la movilización de docenas de
miembros de las fuerzas del orden público ante la previsión (que sonaba a
certeza) de desorden tras finalizar el partido. Los responsables de la
comunicación, siempre al pie de la noticia allí donde se produce, desde el primer
momento pusieron todos sus dispositivos en marcha para cubrir, en todas las
franjas horarias, los detalles de un suceso que mantenía a la gente pegada a los
diversos medios audiovisuales cuando las diferentes sintonías anunciaban el
comienzo del noticiario.
Para Emilio
las noticias que le llegaban se reducían a cifras que cuantificaban el número
de muertos, heridos y afectados psicológicamente por el espectáculo
dantesco, decían todos, sin atreverse a buscar otra palabra menos manida
que describiera la procesión de camillas corriendo en un desorden controlado
por los implicados en el rescate y salvamento, el revoltijo de hierros
colgantes y esparcidos por el suelo, los destrozos en las paredes, el descanso
inmerecido de los numerosos muertos y heridos tumbados desordenadamente,
cubiertos de sangre, de polvo, de escombros, a la espera de que alguien se
ocupase de llevarlos al lugar de retiro donde sus familiares o los equipos de
emergencia se harían cargo de cuidarlos y llorarlos. Con el trascurrir de las
horas, la información puntual se centraba en el cambio producido en el baremo
de víctimas que pasaban a engrosar el listado de heridos al de muertos o el de
hospitalizados al de dados de alta.
La
prensa más sensacionalista, las cadenas de televisión más oportunistas,
agotadas las mórbidas imágenes de los primeros instantes del accidente y del
llanto y dolor de supervivientes y allegados, buscaban subir sus cifras de
audiencia deleitándose en ofrecer las declaraciones oficiales y oficiosas de
los políticos de uno y otro lado, bien a título personal o en nombre del
partido que representaban, y que, con sus explicaciones, no lograban sino
confundir a unos telespectadores y lectores que veían en sus posturas, no sólo
contradicciones, sino una enmascarada falta de acuerdo y voluntad a la hora de
buscar responsabilidades y presentar soluciones a corto, medio y largo plazo.
Ahí residía, para Emilio, la fuerza del denominado cuarto poder, y ésa fuerza
se había convertido para él en la cara oculta de la catástrofe, pues, si algo
conseguía, era desalentar, inquietar, enfrentar y alarmar a propios y extraños,
simpatizantes y opositores.
A
raíz de este suceso, Emilio no leía los periódicos, como solía: los devoraba,
atragantándose en el intento de deglutir lo que le era absolutamente imposible
de masticar, y vomitaba su rabia hasta el borde de las lágrimas. Las supuestas noticias
en la televisión o en la radio penetraban en sus tímpanos como cuchillos de
mentiras: ¿no era evidente que ni todas las víctimas y afectados españoles,
como su hijo, en estado de coma a causa, eran de, o simpatizaban con, la
violenta Ultra Sur, ni todos los ingleses eran hooligans?
–Siempre
igual. El caso es estar ahí, en primer plano. Sobre cada desastre de elevada
mortandad y sangría planea un ejército de cuervos dispuestos a darse un festín
mientras estén aún frescos los restos de los numerosos cadáveres –dijo en voz
alta en la cafetería del hospital, mientras escuchaba, junto a los demás clientes,
las últimas observaciones del reportero televisivo de turno encargado de cubrir
el accidente.
–Calla,
por favor, te están oyendo – respondió Yolanda, su esposa, en voz muy baja.
–¿No
te das cuenta? Y lo peor de todo: Acechando cada hecatombe están las manadas de
hienas y demás carroñeros dispuestos a quedarse con los despojos que los
cuervos van dejando atrás. O a disputárselos entre sí, y la carnicería se
extiende roja e imparable.
–Calla,
te digo. Es lo que la gente quiere ver y escuchar. Mira a tu alrededor –dijo ella
señalando con una mirada espía a los allí presentes, silenciosos cual estatuas ante
el televisor.
–No.
Vemos y escuchamos sólo lo que los
magnates de los medios de comunicación quieren que veamos y escuchemos. Mandan
sobre nosotros. Dirigen nuestros pensamientos, nuestras opiniones. Nos han
hipnotizado. Míralos a todos. –Todos,
efectivamente, parecían ausentes: nadie aparentaba oírle, a pesar de su elevado tono.
–No
a ti. Lo que no entiendo es por qué, si piensas eso, te martirizas y pierdes el
tiempo leyendo tantos periódicos que sólo hablan de lo mismo.
–Hablan
de lo mismo, sobre lo mismo, pero no lo cuentan igual. Si los leyeras te darías
cuenta de que hasta los que parecen hechos objetivos resultan diferentes según
la firma que lleven. Imagínate lo que supone el análisis subjetivo de esos
datos en bocas y manos de personas de ideologías opuestas. –Como era típico
cuando leía o escuchaba las majaderías o simples inexactitudes que sólo él
sabía encontrar en los medios de comunicación, Emilio se enfadó con el aire al
que volteó con las manos y la voz–. Les dan una página para rellenar y escriben
lo que les sale de los...
–¡Emilio,
por Dios!
–¡Es
cierto! ¡Maldita sea! Le hacen a uno hablar mal. No saben escribir. Y lo que es
peor: tampoco saben hablar ni leer. ¡Qué trabajo tan desperdiciado!
Su
familia entendía sin ambigüedad alguna que el referido desperdicio era su
trabajo como profesor de lengua
española, tirado por tierra por las voces periodísticas. Ahora Emilio buscaba
más que nunca credibilidad e imparcialidad en los medios de información, los cuales
se afanaban en recopilar datos con los que ir detallando puntualmente las
dimensiones reales de una tragedia de la que Yolanda y Emilio habían pasado a
ser víctimas indirectas. Integraban el colectivo que los medios de comunicación
calificaban con punzante imprecisión como “los daños colaterales” o “los
familiares de los afectados”. En tanto progenitores de una de las víctimas,
ambos se sentían víctimas muy directas de ese grupo para el que el noticiario
pretendidamente imparcial carecía de cifras de valoración. Porque no había
forma de medir el peso y la extensión del dolor de un grupo de personas que
cada día aumentaba alarmantemente a medida que se iban conociendo los nombres
de los damnificados y abarrotaba las salas de espera de hospitales y tanatorios,
conjugando gritos, llanto y silencio, incomprensión y espanto. Porque, para Emilio,
la verdadera tragedia no se contabiliza, ni se ve, ni se toca, ni se lava, ni
se desinfecta, ni se cose ni se venda. Va por dentro y no hay bisturí que la
alcance por mucho que penetre en nuestro interior.
Emilio
estaba harto de las repetitivas imágenes, palabras y cifras que en nada
ayudaban a comprender mejor el porqué de la catástrofe que había golpeado a su
familia. No fue sólo el horror de las pantallas, de los titulares, de las
fotografías que mostraban el lado mórbido de la tragedia. Bastante horror veía cada
día mientras deambulaba por los pasillos del hospital. Bastantes heridas
sangrantes e internas las que cubrían el cuerpo inmóvil de su hijo Adrián. Era
la frialdad con que se precisaban los datos lo que le había irritado. Los
periodistas o políticos podrían alzar la voz, o modular su timbre o su tono
hacia el abatimiento o el horror o podían poner cara de circunstancia. Pero no le
convencían. Hubiera querido verles llorar como vio llorar a bomberos y
enfermeras, a testigos y voluntarios de la Cruz Roja.
En ese
momento, mientras escuchaba las noticias por la televisión junto a su esposa en
la cafetería del hospital, Emilio sintió que había tocado fondo y tomó la
decisión irrevocable de desconectarse de la máquina parlante. Se levantó, cogió
una silla, la situó debajo del televisor, se subió a ella y apretó el botón que
lo apagaba. La negrura de la pantalla provocó un estallido de protestas y
miradas de desconcierto.
–¡Pero qué
hace este tío! –protestó uno. Otro preguntó–: ¿Se ha vuelto loco?
–¡Despertad!
–gritó Emilio, sobre la silla, como si estuviera dando una arenga–: ¡Despertad,
borregos, y observaos! Estáis todos hipnotizados.
Hola María
ResponderEliminarLa verdad, me ha encantado este relato corto, no solo por lo bien que transmite los sentimientos de Emilio (Al leerlo me imaginaba perfectamente la voz y los gestos) sino porque me ha hecho reflexionar sobre la influencia de este "Cuarto poder" en nuestras vidas (uno de los motivos por los que no veo la televisión). También me parece que refleja extremadamente bien las posturas que se adoptan hacia este problema: Por un lado quienes "devoran" las noticias indignandose, quienes como Yolanda se resignan ante un control que no pueden o quieren evitar, y los "hipnotizados" que pasan horas frente a la caja tonta dejandose lavar el cerebro. Lo triste del asunto es que cada vez hay más hipnotizados y que son los niños quienes más se ven afectados por el cuarto poder.
Muchas gracias por escribir estos relatos breves, amenos y a la vez tan ricos en contenido.
No sabía que tenias este blog pero creo que me voy a hacer asidua. ;-)
Un abrazo
Clara.MR.